"El Certamen Municipal de Crónica 2024", se organizó en Concordia
El pasado viernes 19 de enero, el Cronista Honorario de Culiacán, Rosendo Romero Guzmán, fue distinguido con el honroso primer lugar en la categoría de Cronistas, Historiadores y público en general en el primer "Certamen Municipal de Crónica 2024", organizado por el municipio de Concordia, Sinaloa. Este reconocimiento se otorgó por su destacada crónica titulada "Disfrute en familia de las aguas del río San Lorenzo".
En esta competencia, Rosendo Romero Guzmán se posicionó en el primer puesto, recibiendo un premio de 2 mil pesos. Le siguió Juan de Dios Chávez Espinoza en la segunda posición, obteniendo 1,500 pesos, y en el tercer lugar, Rubén Romero Ibarra se hizo acreedor de un premio de 1,000 pesos.
Asimismo, hubo otras categorías: alumnos de primaria y secundaria, así como de bachillerato y universitarios, donde los premios fueron en dinero en efectivo, ascendiendo desde 300 pesos hasta 1,000 pesos, así como su diploma de participación. La dinámica, según la convocatoria, era que todos los concursantes debían leer sus crónicas para poder acceder a los premios
La crónica de Romero aborda la vida familiar de las décadas de los cuarenta y cincuenta en la sindicatura de Eldorado, Sinaloa. La narrativa se enfoca en las experiencias de su niñez, particularmente en las frondosas aguas del río San Lorenzo, donde las vivencias agradables y disfrutables cobran vida en la crónica. Esta historia nos sumerge en las experiencias vibrantes de Eldorado, donde el río San Lorenzo sirvió como testigo de momentos inolvidables que siguen resonando en la memoria de sus habitantes.
Además, las anécdotas contadas en este relato trascienden los límites del río, abarcando momentos inolvidables en la escuela, visitas a la gasolinera local y las experiencias únicas en la tienda rural sobre ruedas de Conasupo. Cada episodio contribuye a tejer la colorida tela de la vida en Eldorado, donde el río San Lorenzo no solo representaba un escape del calor, sino también un escenario vital para la construcción de memorias colectivas.
A continuación el texto íntegro de la Crónica ganadora:
Disfrute en familia de las aguas del río San Lorenzo
Rosendo Romero Guzmán
En las décadas de los años cuarenta y cincuenta en Eldorado y durante los días de calor, los pobladores llegaban al San Lorenzo a disfrutar un rato de la frescura que brindaba su cuenca. Por buen tiempo el lugar preferido fue el paraje que estaba cerca de la parte fundacional del pueblo: el barrio de Eldorado viejo. Para llegar al sitio era necesario transitar por la calle licenciado Jesús María Güemes, hasta encontrar lo que quedaba de las pilas para curtir pieles y los restos de las instalaciones donde operaban las bombas de vapor, que surtían de agua al ingenio, por ahí se bajaba para llegar al río. En los paredones y sin mucho batallar, se podían recolectar a flor de tierra diversas estatuillas, fragmentos de cerámica y otros vestigios de origen prehispánico.
Abundaban los lugares estratégicos para bañarse, pero la gente recuerda más el platanar que estaba cerca del pueblo de El Higueral. Ahí, en ambas orillas había sauces, álamos e higueras, si alguna de sus ramas se proyectaba sobre la corriente del río, la plebada ataba a ella, una cuerda que servía para columpiarse y aventarse al agua buscando una refrescante zambullida.
Aseguran que el río tenía lugares hermosos a causa de la espesura y colorido de su vegetación y de pequeños bosques. Eran abundantes y espesos los manchones de jarillas y quelites en las orillas. El agua que corría rumbo al mar se apreciaba relativamente limpia, no estaban tan teñidas de color tierra como ahora, aseveran que se veían peces y camarones nadando, además de cauques escondiéndose entre las piedras.
Por el rumbo del Nuevo Higueral el río era más hondo, aparte de abundar higueras de diversos tamaños, en donde por cierto sobresalía una que tenía una rama caída sobre el cauce, misma que la plebada la utilizaba como plataforma para aventarse clavados. El sitio era conocido como el de la higuera caidá.
Al agua le atribuían propiedades curativas y que ayudaba al crecimiento del pelo. Esta creencia popular la aprovechó en los 40s, El Profeta San Agustín, un curandero radicado en Tacuichamona, quien en una de sus andadas por el valle del San Lorenzo llegó a El Higueral y a orilla del río escarbó un pozo para que la gente se bañara con agua dizque milagrosa, pues él, la había bendecido, y la gente en su afán de curarse se metía al bañadero, Tomás Ruiz López, vecino de San Lorenzo, fue testigo de esto, y aseguró que:
«(...) fuimos mi papá Apolonio, dos primos, una hermana y yo a ver el pozo, ya en El Higueral, mi papá dijo: qué bendita va a ser esta tierra y el agua, y no se quiso bañar en el pozo y entonces nos fuimos al río San Lorenzo a bañarnos, fue cuando empezamos a ver a la gente cargando bules y morrales con tierra rumbo a Eldorado, pues como decían que era bendita, se la estaban llevando a sus casas.»
Cercano al lugar donde estaban las bombas extractoras de agua, había un embarcadero de canoas y pangas. Se podían rentar para pasear por las aguas del río rumbo a su desembocadura o bien cruzarlo para continuar su camino. Las familias buscaban los veranos con sus pequeñas siembras de sandías y elotes, frutos que los dueños les vendían a buen precio, hasta tenían enramadas construidas con jarillas para que sus clientes disfrutaran del día. Eso desapareció en los años sesenta del siglo pasado por una crecida del río que provocó un cambio de su curso.
Corrían los años sesenta y setenta, eran tiempos en que como familia Romero Guzmán se era parte de los vecinos de la colonia Escobedo, en la ahora ciudad de Eldorado. Época dura, de constante lucha por consolidar la economía familiar, en ese tiempo sustentada por el salario de mi padre Ramón Romero Bandrich, electricista en el ingenio azucarero, en la renta de dos modestas casas ubicadas en la colonia La Huertita y en la tienda de abarrote que funcionaba en nuestro domicilio.
En ese entonces, primero niños y después jóvenes, se esperaba con ansia la llegada del caluroso verano. Era inicio de dos meses de vacaciones escolares y de una disminución de nuestras obligaciones, al reducirse a la atención de asuntos de la tienda y casa. Con el calor llegaba la temporada de ciruelas, luego la de los mangos, litches y aguacates. La presencia de lluvias refrescaba el ambiente, pero dejaba múltiples charcas y nos veíamos invadidos por sapos de gran tamaño y mosquitos. Había ocasiones que se presentaban aguaceros con fuertes vientos que tumbaban árboles y ramas.
Cuando la sensación de calor arreciaba, era normal que me fugara a la casa de doña María, la esposa del güero ejidatario, a saborear unos ricos raspados de jarabe de vainilla y rosa, leche condensada, tamarindo, ciruela, mango, durazno y manzana. Tampoco le hacía el feo al agua de cebada que se le compraba al Layo y a su papá, un par de vendedores ambulantes que, para transportar su mercancía, la depositaban en tambos de hoja de lata, que pendían de los extremos de un palo que se colocaban sobre los hombros. Uno era para el agua de cebada y el otro para lavar los vasos de vidrio que usaban.
A nuestra madre, Guadalupe Guzmán Mendoza, le gustaba organizar para nosotros, sus hijos, continuos paseos al río San Lorenzo por el rumbo del vado próximo al pueblo de El Higueral. En ocasiones, estos viajes coincidían con los momentos en que mi papá, dormía de día tras cubrir turnos nocturnos en la planta eléctrica conocida como el turbo, propiedad de la fábrica. Eran días difíciles al tener que guardar silencio o hacer el menor ruido posible para no despertarlo, misión que se dificultaba ante la agudeza auditiva que hacía gala el durmiente. Llegó el momento en que se convirtió en costumbre la llamada de atención por encender el radio, consola o televisor y se rebasaba el volumen autorizado. No se podía hablar fuerte y si se cerraba alguna puerta o ventana se buscaba la manera más segura para que no hiciera ruido.
La llegada del jueves era la señal de descanso al permanecer bajadas las cortinas de nuestro abarrote hasta el viernes, esto en acato al acuerdo existente entre los comerciantes organizados del pueblo, de no abrir los negocios invariablemente en el cuarto día de la semana según el calendario gregoriano. Algunos de estos días de asueto eran elegidos para encaminar nuestros pasos rumbo al río San Lorenzo.
El viaje lo iniciábamos montados en bicicleta por la calle Agustín de Iturbide con rumbo al oriente. Íbamos en fila india. Me tocaba marchar al frente con mi mamá sentada en la parrilla; atrás cargando parte de los bastimentos se colocaba mi hermana Luz Isabel con su bicicleta especial para mujeres y sus largos manubrios tipo chopper; cerraba la columna mi hermano Ramón con su carga asegurada en una caja de cartón atada a la parrilla de la bici que nos prestaba mi abuelo Alberto Guzmán.
Apenas cruzábamos la avenida Desiderio Ochoa y ya estábamos frente a la casa de doña Leto, una esbelta viejecita muy vivaracha, renegada y querendona que vivía sola en una casa antigua que tenía un portal al frente con techo de teja, lo curioso era su patio convertido en un cementerio de camiones antiguos propiedad de su hijo Abel Verdugo, concesionario de autobuses foráneos de pasajeros y dueño de la única gasolinera en el pueblo.
Al poco tiempo se pasaba frente a la casa del señor Raúl El Rápido Olguín, un afamado ganadero, agricultor y comerciante que cuando dormía, hasta la calle se oían sus estrepitosos ronquidos. Llegué a pensar, cosa de niños, que, al jalar aire mientras dormía, sacaba y metía los cajones de su cómoda, de similar manera como veía que lo hacían en las caricaturas que transmitían por la televisión.
Por ahí vivía Cristóbal Tobal Villegas, primo de nuestro padre, uno de los pioneros, en el pueblo, del transporte personalizado. Siempre presto a dar servicio de taxi a quien lo solicitara. Nuestro tío no pertenecía a un sitio en específico, había que ir a buscarlo a su casa. Recuerdo que era muy solicitado, sobre todo por haber establecido salida diaria a Culiacán, era un viaje especial de lunes a viernes, para llevar personas que requerían estar a más tardar a las siete de la mañana en las instalaciones del seguro social en Culiacán. Era tal la demanda, que se apartaba lugar desde días antes.
Vecinos de Tobal era Lupe El Tránsito Rubio y su familia, jefe de Joseson un agente de vialidad, alto, barrigón, güero y de bigote similar al que usaba Adolfo Hitler, que patrullaba las calles montado en una motocicleta, que, por cierto, no manejaba con habilidad, razón por lo que, en una persecución, la mayoría se le escapaba, y si quienes se le pelaban eran plebes, más tarde iba a sus casas a acusarlos con sus padres.
En la travesía pasábamos por la casa de los García Salomón cuyos hijos fueron compañeros de juegos y escuela. Como nos divertimos jugando a los indios y vaqueros con Otoniel, Giovanny y Carlos en la huerta de mangos y aguacates que tenían en su patio.
Enfrente están las instalaciones del impresionante tinaco del agua potable, por cierto, que ocupa un pedazo del terreno que fue de la escuela rural «General Francisco R. Serrano», mejor conocida como la escuelita. En este terreno se instalaban pequeños circos, algunos destechados y con un pequeño zoológico cuyos ejemplares actuaban en la función, por cierto, todavía recuerdo cuando se les escapó un chango (mono araña) y toda la plebada andábamos tras del animalito intentando atraparlo, al final el fugitivo se enfadó y optó por regresar a su jaula.
En esa misma calle vivía el Titi Angulo muy conocido por su mal carácter y su negocio de compra y venta de grano de maíz encostalado. Este vecino era un señor de baja estatura que acostumbraba andar en camiseta interior o traer el dorso desnudo enseñando un voluminoso abdomen. Invariablemente él tomaba nota de los pedidos, cobraba y despachaba la mercancía, mientras que sus dos hijos, Ramón y José, se encargaban de los repartos transportando los sacos de ixtle en una carreta jalada por mulas, recuerdo haberlos visto echándose los sacos con maíz en sus espaldas para hacer la entrega en nuestra tienda. El Titi acostumbraba corregir a sus hijos dándole de golpes con el chicote que usaban para arriar las mulas, castigo que los muchachos soportaban con estoicismo, pues la sanción venía de su padre y no importaba que se entrometieran los vecinos para defenderlos.
Muy cerca estaba un tráiler estacionado que fue acondicionado por Conasupo para que funcionara como tienda rural sobre ruedas. El interior de la caja del vehículo estaba lleno de estantes colocados estratégicamente para exhibir la mercancía y operaba a la manera de un minisúper. Su surtido incluía productos que ahí los vi por primera vez: una lata con seis salchichas en su interior o chiles jalapeños curtidos y rellenos de atún también herméticamente envasados.
El caminar en esa dirección, conducía a la boca calle con la avenida Reforma que separa a la colonia Escobedo de la conocida como La Huertita. Aquí se viraba hacia el sur y tras recorrer dos grandes cuadras se estaba en la calle Vicente Guerrero, logrado esto, la movilización en bicicletas seguía rumbo al oriente, hasta llegar a unas higueras que daban sombra a un puente que desapareció cuando entubaron el canal que hoy da vida a la calle Veinte. Se cruzaba el paso y avanzábamos hasta encontrar el San Lorenzo. En ese tiempo el camino estaba arbolado, pedregoso y con abundante tierra suelta en el ambiente.
Al llegar al río mi mamá buscaba un lugar para acampar y estar a gusto para comer y bañarnos, por lo general, escogía la margen derecha por su playa. Como era verano, a medida que pasaba el día, el sol y el calor se ponían bravos, para contrarrestar eso, ubicábamos algún frondoso álamo y si se podía bajo su sombra se levantaba un pequeño refugio con ayuda de toallas y cuerdas de ixtle. El meterse al agua implicaba hacerlo lo más cerca que se pudiera de la orilla y de nuestra madre, había temor de que nos arroyara alguna avenida extraordinaria del río o cayéramos en una fosa oculta bajo el agua.
Me gustaba explorar la ribera para localizar pozos semi secos que abandonaban los barriqueros al no brotar la cantidad de agua que necesitaban. Ya que situaba uno de mi agrado me ponía a escarbar un rato para que el líquido brotara del subsuelo, pero cuando no lo lograba, cambiaba de estrategia y me daba a la tarea de rellenarlo acarreándola desde el río, el caso era tener una pequeña alberca donde remojarme, que era para lo único que me servía.
En varias ocasiones tuvimos la grata sorpresa de ver llegar a nuestro padre, quien después de salir de trabajar y cruzando el pueblo se trasladaba a buscarnos, y con buen humor se incorporaba a la excursión, incluso al ser un experto nadador aprovechaba para darse un baño en el río.
A la hora de la comida la jefa de la excursión construía una pequeña hoguera para calentar los bastimentos. Comenzaba dándole forma a un pequeño cerco circular con piedras gordas que nos mandaba recolectar en los alrededores. Las colocaba buscando que su diámetro fuera el adecuado para sostener una parrilla de alambrón y encima un sartén. A ella le encantaba encender el fuego, era un reto por la fuerza con que soplaba el aire, pero iba preparada con pedazos de carbón vegetal, un trozo de papel empaque, un frasco con gayolina (tractolina) y sus infaltables cerillos Clásicos de Lujo. La Central, esos que venían en una cajita amarilla de cartón y que al frente traían la imagen de la Venus de Milo, el Partenón y una locomotora de vapor, mientras que en la parte trasera una pintura o grabado. Eso sí nos advertía que guardáramos prudente distancia del fogón, porque las piedras, con el calor del fuego explotan y arrojan esquirlas.
A veces, nomás abría un par de latas de sardina con tomate Dolores y como buenos hijos la comíamos sin retobar. Los refrescos embotellados que llevábamos ya fuera Coca Cola, Seven Up y Squirt los enterrábamos en la arena y cerca del agua para que no se calentaran. Primero fueron refrescos, más tarde, con la edad, cervezas.
Estando ahí me gustaba observar las diferentes maneras cómo los lugareños cruzaban la corriente, a los que se dedicaban a pescar, las tranvías movilizando mercancías y personas, canoas navegando, a plebes bañándose en trusas debajo de los álamos e higueras que estaban en la otra banda con sus consabidos e infaltables clavados desde algún árbol, a bebedores de cerveza disfrutando de una carne asada, en fin, era fascinante toda esa actividad y vida en esa parte del río.
Alrededor de las cuatro de la tarde nos daban la orden de recoger todo porque teníamos que regresar a Eldorado. Iniciábamos ordenando y limpiando las cosas para meterlas en la caja de cartón y bolsa de ixtle para transportarlas con comodidad, esto implicaba lavar la losa con agua y jabón, a los sartenes le dábamos una buena friega tallándolos con arena para quitarles la grasa, guardar los envases vacíos, empacar nuestra basura para llevárnosla y así. Ya que informábamos que se había terminado de recoger todo, la jefa hacia una última inspección para confirmar que no dejábamos nada. Ya listos para partir, le volvíamos a echar agua a las brasas para que no hubiera duda que alguna estuviera encendida y causara un incendio, y como medida de seguridad se cubrían los restos con bastante arena.
El retorno, pese a lo cansado que estábamos, era rápido, haciéndose nada más las paradas indispensables al tenerse urgencia de llegar a casa alrededor de las cinco de la tarde, por ser esa la hora de salida de nuestro papá del ingenio y llegaba con apetito buscando que cenar, además que teníamos que acostarnos temprano, pero antes de hacerlo había que llenar las hieleras con refrescos y esperar la entrega de leche embotellada para ponerla a enfriar, pues el abarrote se abriría otro día a las siete de la mañana y antes que esto ocurriera, debíamos haber ido en bicicleta a recoger la carne de res en el puesto que tenía su comadre Rosalba Chalba Manjarrez en el mercado municipal.



