febrero 8, 2024

En la búsqueda de las islas del Amor y Altamura

En la búsqueda de las islas del Amor y Altamura

Rosendo Romero Guzmán

En el imaginario, los lugares paradisiacos en su mayoría se asocian con sitios cercanos al mar, en especial con alguna isla perdida en un punto del trópico, lugar en donde abundan los rayos solares, olas marinas reventando en una hermosa playa de arena fina, resguardada por altísimos cocoteros, o bahías que asemejan una gran piscina azul de aguas tranquilas y transparentes, qué decir de una fauna y flora exótica, arrecifes, corales, bebidas alcohólicas, música, baile, paseos, abundante y sabrosa comida de origen marino, porque no, el disfrute de agradable compañía.

Incontables personas se han enamorado de estos lugares de ensueño, pongo como ejemplo, al pintor francés Paul Gauguin (1848-1903), que se mudó a la isla de Tahití y a la Polinesia Francesa, se enamoró tanto del lugar, que ahí esperó su muerte mientras realizaba pinturas inspirado en el territorio y su gente.

No todas las islas son para el relax y disfrute de la vida, algunas fueron convertidas en lugares de castigos, para aquellos que se atrevieron a delinquir, y son trasladados por la autoridad a purgar sus condenas, en penales aislados y construidos a exprofeso en suelos macizos rodeados de agua. México tuvo la Colonia Penal Federal Islas Marías (1905-2019), Francia su Isla del Diablo (Île du Diable) en la Guyana Francesa (1851-1949) y Estados Unidos utilizó La Prisión Federal de Alcatraz (1934-1963). Sobre las condiciones de vida en estos penales, están los relatos de antiguos huéspedes que dejaron sus testimonios literarios, como es la novela mexicana «Los Muros de Agua» escrita en 1940 por José Revueltas y «Papillon» una novela autobiográfica del francés Henri Charrière publicada en 1969.

A través de la música, llegan historias sobre paraísos isleños y de playa, cómo se sueña y relaciona con un estatus idílico, en donde predomina el amor y la felicidad. Esto, por cuestión generacional, lo asocio con la melodía titulada «En medio de una isla», un cover de la canción norteamericana «In the Middle of an Island» de los compositores Ted Varnick y Nicholas Acquaviva e interpretada en español, por el grupo mexicano Los Hooligans.

La Bahía de Santa María

Los sinaloenses, también tenemos en medio del océano varias islas e islotes, y cuando menos se espera se antoja ir a visitar estos espacios pocos conocidos, disfrutar de su belleza y entrar en contacto con la naturaleza. A veces resulta contraproducente cuando no se está preparado y equipado para pernotar al aire libre, exponiendo al osado y acompañantes a enfrentar los cambios de clima o a animales silvestres como serpientes, felinos e insectos, por señalar los más recurrentes.

La Bahía de Santa María, ubicada en el mar de Cortés frente a la costa sinaloense, es un destino impresionante para aquellos que aprecian la belleza natural y la vida marina. Con su rica biodiversidad, extensos manglares, islas, islotes y hermosas costas, es comprensible que empresas turísticas, como «Ocean Party Caribú» promuevan esta zona como un destino paradisiaco. Por eso no me extrañó recibir una invitación a través de las redes sociales de esta empresa para unirme a una emocionante excursión.

El itinerario incluía navegar por las apacibles aguas de la bahía, explorar los fascinantes manglares y visitar las encantadoras islas del Amor y Altamura. Después de revisar detenidamente los precios, los servicios incluidos y, por supuesto, las fechas disponibles, me convenció de que esta oportunidad era demasiado buena para dejarla pasar, y sin más, me comunique con compañeros de andanzas, puro viajeros de corazón, logrando que algunos se apuntaran para acompañarme en la aventura, me refiero a Laura Marisela Andrade Fregoso, Sandra Elena Barraza Payán, Tanya Vanessa Hurtado Arredondo y María de los Ángeles Rangel Zamudio.  Los prospectos a viajar nos apuramos a pagar el anticipo para asegurar lugar, al momento de abordar se pagó el resto. Hubo la advertencia que quién, sin importar el motivo, no se presentara a la hora de la salida o se arrepintiese, perdería lo previamente aportado.

Tras la búsqueda de las islas

Apenas habían transcurrido nueve días del mes de junio, era un domingo caluroso de 2019, cuando muy temprano abordamos nuestro autobús y partimos rumbo a Costa Azul, un campo pesquero del municipio de Angostura, donde iniciaríamos nuestra aventura en las aguas de la Bahía de Santa María. Sin contra tiempo llegamos a buena hora al poblado, y sin mediar, se nos trasladó a un rústico atracadero en donde nos esperaba un catamarán de tres cascos, «El Gaviota III», dicen los que saben, que estos son muy seguros. Al revisar la embarcación constaté su buen acondicionamiento, sobre la cubierta totalmente techada había suficientes sillas blancas de jardinería al igual que tres mesas, pero, además, a la vista, estaba el botiquín de primeros auxilios, un extintor, chalecos salvavidas color naranja, sanitarios, un cerco de seguridad en las orillas, timón a la vista y aun costado el cuarto de máquinas.

Aparte de nuestro futuro transporte, solo se veían algunas pangas con el casco pintado de blanco, pero con el interior impregnado con un tinte azul, muy similar al tono de las aguas marinas, todas ellas con sus motores fuera de borda y su matrícula de identificación impresa en los costados. Caso curioso, pero las embarcaciones estaban rodeadas por minúsculos cangrejos que salían de pequeños agujeros que construyeron en la arena, además de pelicanos y gaviotas que se posaban sobre ellas en búsqueda de algo que comer o simplemente descansar.

Cerca del atracadero estaba una esfinge de buen tamaño de un fraile franciscano sobre un pódium, quien sostenía con sus manos una corona de flores, dando la idea de que la iba a arrojar al mar, como ofrenda para honrar a quienes el océano les había arrebatado la vida. En frente del monumento, y colindante con la playa, está una larguísima barda, en donde artistas locales realizaron un mural utilizando imágenes alusivas a la fauna marina del lugar. Pude identificar nadando en las profundidades marinas a tiburones, tortugas, peces espadas, mantarrayas, atunes, delfines, entre otros.

La travesía

Llegó el momento deseado, el de iniciar la travesía. Con la gente a bordo, nuestra guía dio la orden de partir, y así, a una velocidad moderada y relajante, la embarcación se desplazó sobre las azules aguas de la bahía. A medida que avanzábamos, el panorama cambiaba con rapidez. Pasamos junto a otro atracadero donde unas pangas alineadas en la costa esperaban a la tripulación para salir a pescar. Pronto, dejamos atrás una hilera de gruesos postes blancos clavados en el agua, que en ese momento servían de atalaya a un buen número de pelicanos blancos y cafés, además de gaviotas. Parecía como si nos estuvieran diciendo adiós con su batir de alas, miradas y graznidos. Luego, dejamos atrás una congeladora y manchones de mangles, pronto solo vimos agua, y a veces en la lejanía una tenue costa.

La travesía fue gratificante y relajante. Los pasajeros nos dimos el gusto de tomar muchas fotografías. Abundaron las selfis, las fotos grupales, las tomas del paisaje y las imágenes de aves en vuelo. Inesperadamente, nuestra tranquilidad fue interrumpida por un grupo de delfines nariz de botella, también conocidas como toninas. Nadaron junto a nuestra embarcación durante buen rato, y fue un espectáculo verlos emergiendo y saltando en el agua mientras emitían sus peculiares chillidos. Mientras los delfines daban su espectáculo, bien emocionados corríamos de un lado a otro capturando fotografías y videos de ellos. Así como llegaron, los cetáceos, nos abandonaron.

La isla del Amor

De manera inesperada, el paisaje desapareció y, en todas direcciones, solo veíamos agua y más agua. Los manchones de mangle y la costa quedaron atrás, sumergiéndonos en un mar aparentemente interminable. Esta situación se prolongó durante casi una hora, hasta que, finalmente, en el horizonte se comenzó a dibujar lo que parecía una lengüeta de tierra, pero a medida en que se acortó la distancia se constató que era un islote. En ese momento, una embarcación más pequeña, una panga, se alejaba del lugar con algunas personas a bordo. Nuestra guía informó que se estaba llegando a la Isla del Amor y pidió que regresáramos a nuestros asientos para evitar incidentes desagradables, ya que se estaba a punto de desembarcar en este hermoso lugar. Sin sentir se había navegado cerca de quince kilómetros desde Costa Azul a la Isla del Amor.

El islote es pequeño, apenas cubre una hectárea, su suelo está cubierto de puras conchas marinas procedentes de almejas, ostiones y caracoles, además de un pequeño manchón de mangles. Los lugareños desconocen cómo llegaron aquí los desechos, además de asegurar que en los alrededores no existen otros depósitos similares. Algunos se aventuran a afirmar que estas conchas llegaron al islote gracias a que pelicanos, patos buzos y gaviotas las transportan hasta allí para alimentarse. El sitio está preservado, no se nota contaminación ni alteración del medio ambiente, lo único fuera de lugar que puede observar fue una cobija abandonada.

Algunos lugareños conocen el lugar como Isla de la Peonía, otros le llaman Isla de la Coyotía y reciente ha comenzado a popularizarse nombrarla como Isla del Amor: Dicen que esta última denominación se debe a que alguna vez tuvo la forma de un corazón, pero que por la acción de las mareas y vientos marinos se modificó. En el sitio, no hay mucho que hacer en términos de actividades, pero se puede disfrutar del paisaje, tomar fotos y videos, darse un baño en sus playas y, si se está preparado, pasar el día disfrutando de una profunda calma y tranquilidad. Sin embargo, no hay refugios naturales para resguardarse del sol abrasador. Como dato curioso menciono la existencia de una franja, muy delgada y algo larga, que se desprende rumbo al mar y que en su extremo llegan diversas aves a descansar, es como si fuera un paradero de estos animales.

Disfrutando la

Isla de Altamura

Después de un rato en la Isla del Amor, los organizadores invitaron a regresar al catamarán. Se tenía que continuar nuestro camino hacia la Isla de Altamura, eran cerca de cinco kilómetros de recorrido, además que el tiempo apremiaba y el hambre aumentaba. Ahí vamos de nuevo navegando hacia nuestro nuevo destino, en el trascurso se pasó cerca de unos manglares que parecían ser el refugio de diversas aves, aproveché el momento para preguntar si se iba a visitar el lugar, recalcando que estaba interesado en fotografiar pájaros bobos patas azules y fragatas minor. La respuesta fue que ese momento no estaba permitido por las autoridades ambientalistas.

En esas andábamos, cuando a la lejanía divisé una panga que a toda velocidad se acercaba. Pensé ¿y estos quienes son y qué querrán? Rogué que no fueran piratas intentando asaltarnos, ya que no había a dónde correr, menos un escondite. Por fortuna resultaron ser tres jóvenes que trabajaban para la empresa y nos traían ceviche de pescado y camarón, además de agua, refrescos y tostadas de maíz. Esto era una bendición, ya que el hambre arreciaba. Instalaron mesas plegables, para colocar sobre ellas la comida para que cada quien tomara lo que le apeteciera. Parecíamos pelicanos o gaviotas peleándonos por el ceviche. Mientras se disfrutaba de los alimentos, nuestro catamarán se acercó a la Isla de Altamura.

El lugar es realmente impresionante y atractivo debido a sus características únicas. Con una superficie aproximada a cien kilómetros cuadrados y una longitud de unos cuarenta kilómetros, esta isla ofrece una gran diversidad geográfica que la hace excepcional. En su parte noroeste, se pueden encontrar grandes dunas de arena que le otorgan un aspecto similar a un desierto, lo que contrasta de manera fascinante con una pequeña zona boscosa que alberga en donde es común avistar animales como venados, jabalíes, lobos y coyotes, lo que la convierte en un paraíso para los amantes de la naturaleza y los entusiastas de la exploración. Mientras que en la costa que da para la bahía, el oleaje es bastante bajo, permitiendo disfrutar un baño placentero en aguas tranquilas, y fue este lado de la isla, el escogido como el lugar de desembarque.

Uno a uno los pasajeros del catamarán descendió a la playa, y ya con los pies en la arena, algunos se agruparon en un edificio y enramada, resguardándose así del sol; buen número de paseantes prefirió disfrutar de la arena, el sol y el agua; así unos niños y sus padres se dieron un reconfortante baño en las tranquilas aguas, mitigando de esta manera el calor que sentían; otros, en pequeños grupos, se abocaron a realizar una caminata por la playa, mojando sus pies desnudos con las tibias aguas de las olas que se desvanecen en la orilla; en lo personal, me desaparte de mis compañeros y escalé por unos paredones de arena buscando las famosas dunas, las cuales no encontré, pero si logré tomar fotos del paisaje y de mis compañeros desde las alturas. Así de esta manera se consumió el tiempo que se dio, de nuevo se abordó la embarcación y dio inicio el retorno.

De regreso a casa

Ya cansados, la mayoría de los pasajeros optaron por admirar la tranquilidad de las aguas de la bahía. La techumbre de la embarcación sirvió para enmarcar los paisajes, pareciera que se estos estaban siendo proyectados en una mega pantalla, como de cine, y cuando menos se pensaba, aparecían diversas aves haciendo acrobacias y piruletas aéreas, dándole un toque de realismo a las panorámicas.

Por un rato, los navegantes le prestaron el timón a un par de jóvenes, quienes disfrutaron al máximo conducir el catamarán a través del desolado mar, pues por la ruta por la que se movió la nave, no había más que agua y más agua, panorama que se modificó al acercarnos al lugar de donde se había partido. En Costa Azul ya esperaba el autobús que nos habría de regresar a nuestro bello Culiacán. Presurosos lo abordamos. Ya se necesitaba estar en la tranquilidad del hogar recuperando fuerzas.

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