El rural y el gavillero. La emboscada

Rosendo Romero Guzmán

Cronista Honorario de Culiacán

Aquella mañana veraniega de 1917, en el pueblo de Tamazula, en las faldas de la sierra Madre Occidental y cerca de los límites entre Durango y Sinaloa, amaneció más fría de lo acostumbrado, pero eso no impidió al capitán de rurales, Gregorio Mendoza Frías, levantarse muy temprano, le urgía acudir a entrevistarse con Evodio Simancas, el jefe de armas de la plaza, pues en la noche recibió un propio del jefe de que necesitaba hablar con él.

Gregorio llegó antes y se dispuso a esperar, que más podía hacer. Por fin arribó el jefe, tras los consabidos buenos días, entraron al despacho de Evodio, ya adentro, el jefe lo invitó a que tomara asiento mientras se quitaba su sombrero texano para colgarlo en la pared, acto seguido se desabrochó la pistolera con el revólver enfundado, ajuar que guardó en el primer cajón de su escritorio y sin decir aguas va, le soltó de sopetón la orden: vas a perseguir y traer vivos o muertos a los  gavilleros capitaneado por Eustraberto El Tuerto Calderón, necesitamos acabar con ellos para que dejen en paz  pueblos y minas de El Rodeo, Chacala, Tamazula y Topia. No se detienen ante nada, se atochan por los caminos para asaltar a los viajeros; arrasan e incendian pueblos y rancherías, además se apoderan de lo que les gusta.

Sin más, Gregorio asumió el mando de una acordada con diez hombres, elementos que escogió escrupulosamente. Necesitaba gente de su entera confianza. Héctor, hijo de Gregorio y principal lugarteniente, se hizo pasar por varillero, y vendiendo chácharas anduvo un tiempo recorriendo caminos, visitando pueblos y platicando con los lugareños buscando información sobre la gavilla y sus más recientes movimientos. Con su paciencia y tenacidad le trajo frutos, pues una noche y cuando bebía mezcal en la cantina de Chacala, escuchó una plática de borrachos en la que el Rafai Goicochea, un compadre de El Tuerto, dijo que la gavilla iba a bajar a la Vainilla, un rancho de diez casas de por el rumbo de Chacala. A los oídos del varillero llegó la noticia de que en ese lugar, Rafai, estaba organizando una fiesta para los gavilleros, ya tenía visto el torete que iban a hacer en barbacoa, no podían faltar las damajuanas repletas de mezcal chacaleño, hasta un barril de 30 litros de cerveza oscura se coló, se habían traído con engaños a un par de músico para que con guitarra y acordeón se pusieran a ambientar la pachanga, pero además consiguieron marihuana para quienes les gustaba “quemarles las patas al diablo”, tampoco podían faltar algunas mujeres para que los atendieran en la fiesta y en sus necesidades como hombres.

Gregorio, con la ayuda de Héctor, que conocía bastante bien esos lugares, se puso a pensar en cómo atraparlos, necesitaba tenderles un buen cuatro, para que no se les escaparan, para eso pensaron que lo mejor era esperan a que llegaran y disfrutaran su fiesta, después de esto buscarían la forma y la hora oportuna para aniquilarlos y así fue.

Esperaron atochados dos días, cuidando que los perros no los delataran y dieran la alarma, cuando ya pensaban que no vendrían, vieron que, por un camino escambroso, viajaban una hilera de quince jinetes muy bien armados, se veían cansados y sucios, señal que tenían varios días cabalgando por la sierra.

El jefe de la Acordada, dispuso que su hijo y tres hombres armados con rifles máuseres calibre 7 mm, se apostaran cuidando el camino por donde había bajado la gavilla, que se colocaran como si fueran a cazar venados, asegurándose de no dejar ningún lugar sin cubrir, además de taparles los portillos por donde pudieran escarparse los facinerosos, la orden era mátenlos a todos en caliente, menos a El Tuerto, a ese, Gregorio lo quería vivo. La tropa rodeó el pueblo, adoptando un movimiento envolvente en forma de herradura, dejando como única salida de escape, el camino que cuidaba el grupo de Héctor. Solo se tuvo que esperar que los comensales estuvieran bien briagos y entretenidos con la fiesta. En las primeras cinco horas del nuevo día, los rurales empezaron el ataque, procuraron que cada bala disparada diera en la humanidad de un gavillero o de quien les respondiera el fuego, no pasaron ni cinco minutos para que los bandoleros fueran reducidos, unos muertos y otros heridos, los sobrevivientes fueron aniquilados en el lugar, solo se respetó la vida al cabecilla. Cuando el bandolero tuvo de frente a su captor, su rostro se llenó de asombro y rabia. No se la esperaba.

El Tuerto, por órdenes del rural, fue atado de las manos y amarrado a un extremo de una soga que estaba sujeta a la cabeza de la silla de montar de Gregorio, así dando traspiés, arrastrándose, corriendo o caminando, fue conducido hasta Chacala, donde en público se preparó todo para su ejecución, Gregorio dejó constancia de la muerte del gavillero y de la identidad de su verdugo. Impidió que se esparcieran rumores de que El Tuerto se encontraba prófugo, reorganizándose para tomar venganza. Al puro salir el sol, el prisionero fue conducido rumbo a donde ocurrió su ejecución, ahí, a la orilla del camino que comunicaba al pueblo. Fiel a su fiereza y bravura, el condenado caminó sonriente con las manos atadas hacia atrás, su paso fue lento pero seguro, no hubo miedo en su semblante. Los rurales le taparon los ojos con un paliacate y lo montaron en una vieja mula; ya sobre el lomo del animal, le pasaron por su cuello una rasposa cuerda que pendía del brazo de una frondosa ceiba, para después darle un chicotazo en los cuartos traseros al animal, que ante el dolor salió despavorido dejando colgado al bandolero, que se retorció como si ejecutara una danza macabra, hasta que al fin muerto, dejó de moverse. Gregorio dio la orden que bajan el cuerpo de su rústico patíbulo y lo tendieran en el suelo, para luego acercarse y darle con su revólver un balazo en la cabeza a manera de tiro de gracia.

Concluida la ejecución, Gregorio ordenó a Jacinto Meza, uno de sus subalternos, que tomara tres hombres, y que raudo y veloz buscaran al gringo, John Williams, que se lo trajeran a la plaza pública, a la fuerza si era necesario, pero que no se les fuera a olvidar llevarlo con ti y el aparatito para retratar el cadáver de El Tuerto,  acto seguido, tomó un machete y decapitó el cadáver, la cabeza rodó como si fuera una pelota, un cerco de piedra detuvo su avance, ahí se quedó atorada esperando que el rural la tomara de su larga cabellera y la metiera en una bolsa de lona, misma que junto con la imagen que se tomó al cadáver, las llevó ante su jefe para dejar constancia de la muerte del gavillero y dar fe del éxito de la misión, además de. Antes de partir, Gregorio ordenó a sus hombres que mantuvieran el cadáver, a manera de escarmiento para los lugareños, en exhibición todo el día y la noche, y que al salir el sol lo envolvieran en un petate y lo enterraran en el panteón del pueblo, en una tumba sin cruz, para que nadie lo recordara.

Después de esto, el rural solicitó permiso para retirarse de servicio, necesitaba un tiempo para descansar y buscar a su familia.

Fotografía temática alusiva a la revolución, tomada de la página del INAH.