El incendio de “El Coloso”

En la actualidad, cuando el crecimiento de la ciudad de Culiacán se presenta en cotidiano registro ante los ojos y la impresión de sus habitantes, surge inevitablemente  una reflexión que con frecuencia se transfigura en añoranza. El tributo a la obligada modernidad, que el desarrollo urbanístico entraña, en la perdida de lo que formara parte de una identidad citadina. Caen íconos tradicionales que el tiempo hizo entrañables, y surge una nueva cobertura fisonómica. En este tránsito se prenden al conocimiento de jóvenes, y tal vez a la nostalgia de los viejos, los relatos de historiadores en torno a sitios y situaciones que fueron intensa realidad y hoy son vagos vestigios, pero cuyo nombre perdura en la dinámica cotidiana de la ciudad, tal es el caso de la fábrica El Coloso.

En referencia a la destrucción de esa hoy histórica fábrica, a continuación se reproducen párrafos extractados del libro Las Viejas Calles de Culiacán, de Francisco Verdugo Fálquez, cuya obra, producto de la compilación de artículos publicados en La Voz de Sinaloa durante 1948, fue editada originalmente en 1949, y reeditada en 1981 por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Enseguida la cita:

A la muerte del gobernador del estado, general don Francisco Cañedo, vino a sustituirlo en su cargo el señor don Diego Redo, quien proyectaba realizar propósitos, alguno hasta calificados de utópicos, mediante sus buenas relaciones con los hombres de poder, cerca del llamado El Caudillo, general don Porfirio Díaz.

Pero el Dios que regula la marcha de las sociedades pareció haberlo dispuesto de otra manera. Poco tiempo después de haberse hecho cargo del gobierno el señor Redo, estallaba la gran conflagración llamada La Revolución Inmediata, y el país, entero empezó a arder al tremolar de las banderas reinvidicatorias, del uno al otro extremo. Sinaloa no pudo substraerse a aquel movimiento, y grupos levantados en armas dominaron por todos rumbos del estado y avanzaron a los aledaños de su capital Culiacán.

Los revolucionarios, llamados latrofacciosos por los hombres entonces en el poder y sus allegados, se extendieron en son del sitio en las márgenes de los ríos Humaya y Tamazula, e invadieron los plantíos de caña al oriente de la ciudad.

Y aconteció que un día, un emisario del enemigo se presentó ante el gobernador Redo, pidiéndole la entrega de la plaza, bajo la amenaza, de no hacerlo, de incendiar la fábrica propiedad de su familia. Se dijo que el gobernador reunió en consejo a sus amigos y como resultado negó rotundamente el rendimiento de la ciudad. Se comentó después que, o bien, temió hacer el ridículo con una rendición prematura cuando tenía todavía a su lado elementos bastantes de defensa.

El hecho fue que, al día siguiente de esto, como al caer de la tarde, los habitantes de Culiacán tuvieron el espectáculo de contemplar cómo grandes llamas consumían a vieja construcción industrial. Se supone que los levantados, provistos de grandes cubetas, regaron de petróleos los pisos, impregnaron los telares, humedecieron los escritorios del despacho y los depósitos algodoneros de los almacenes, prendiendo fuego a todo.

A buen seguro no ha llegado a saberse de quién partió aquella orden, ni quién la llevó a cabo. Tampoco se sabe, de manera cierta, si el hecho fue una necesidad impuesta por la guerra o un acto de venganza personal contra el titular del gobierno, dueño de la finca. Lo cierto es que la destrucción de aquel centro de trabajo quitó, inesperadamente, como si dijéramos, de la mano a la boda, el pan de que vivían muchas familias. Y sucedió que aquella populosa barriada, conocida como el Coloso, hubo de despoblarse a raíz de aquellos acontecimientos, y por largos años—hasta el presente en que ya empieza a notarse un resurgimiento por aquellos lugares—fue aquel –el barrio enfermo—a donde no alcanzaba la actividad del resto de la población.

Al triunfo de la revolución y el establecimiento del gobierno constitucional de don Francisco I. Madero hubo la esperanza de que la factoría fuera reconstruida. Ni se hizo nada entonces, sin embargo, no se hecho nada ahora después.

El distinguido y respetado señor Ing. Manuel Bonilla, actualmente vecino de Mazatlán, dirige al autor de estas notas la siguiente carta que en seguida se inserta, y que por sí misma se explica:

Muy querido amigo.- Sigo en la tarea de leer sus artículos sobre las calles de esa ciudad, y deseo aclarar algunos de sus aciertos con los datos que me constan personalmente. En el último, correspondiente a la calle Rosales, expresa usted que no está seguro de quién de los jefes de las armas maderistas ordenó el incendio de la fábrica El Coloso. Aunque no estaba en la casa de El Vallado (extremo opuesto) y sabia o poco menos, lo que pasaba en la ciudad, no supe lo del incendio sino cuando ya se veían levantarse las llamas. Como el Gral. Iturbe  atacaba por ese rumbo, creí que sus soldados lo producían, o al menos presenciaban el caso.

Poco más tarde oí a los soldados que tenían su cuartel en mi puesto, que Banderas había dado la orden. Cuando ya estaba yo en México, D.F., un domingo, mientras que disponía a entrar a un baño turco, llegó a la misma pieza Joaquín Redo, con quien mantuve siempre buena amistad, al grado de que, por instancias repetidas suyas ocupé el puesto de administrador de El Coloso.

Nuestra conversación robó sobre el incendio, habiéndome dicho Joaquín que la orden había sido dada por Juan Banderas, y que él la tenía en su bolsillo. Así que hay que descargar al general Iturbe de ese pecado, que no cometió  -Como siempre a sus apreciables órdenes, quedo su afectísimo amigo que mucho bien le desea.- Firmado-Manuel Bonilla.