Desentrañando historias y forjando destinos: El próspero horizonte laboral de Cronistas, Historiadores, Archivistas y Escritores

Adrián García Cortés

Si de cronistas, historiadores y archivistas hemos de hablar, ubiquémonos en sus objetivos y metas. Muy a menudo unos y otros se enredan en sus propias intenciones, porque teniendo un afán común, se confunden en cuanto a lo que cada uno deba o pueda hacer para lograr sus propósitos. ¿Cuál es, aquí, el afán común? Obviamente: hacer historia; fortalecer la memoria colectiva y trascender en el tiempo y procurar que las generaciones sucesivas los recuerden con obras que los hagan siempre presentes.  La confusión se origina cuando unos y otros olvidan que el quehacer de la historia es una variable continua que necesariamente encadena a sus protagonistas. No hay términos absolutos: ni el historiador hace toda la historia; ni el cronista sustituye per se al historiador; como tampoco el archivista suple al investigador y menos el escritor absorbe a quienes le anteceden. Todos, a una, forman una cadena que se engarza de manera constante, dependiendo del proyecto que cada cual elabore; y todos se necesitan, porque cada quien pone su parte para alcanzar el objeto de la historia.

¿Cuáles son los signos primarios que, en todo caso, los hace diferentes o que siendo diferentes les permite acudir al concurso del otro? Digámoslo de una manera simplista: --EL CRONISTA, en la cadena de la historia –lo hemos dicho muchas veces--, hace las veces del gambusino que, como en la minería, va por las quebradas, los arroyos y los montes abriendo zanjas para encontrar la pepita o el mineral que lo conduzca a los metales preciosos. Valga la analogía: en todo proceso minero siempre habrá un gambusino que descubre la veta y haga el denuncio, para que luego se desarrolle la gran industria; en todo proceso histórico, siempre habrá un buscador de sucesos que haga sus apuntes, para que el historiador realice su trabajo del trascender en la memoria colectiva.

Hoy día, distinguimos ya al historiador académico del forjado en la práctica o la vocación experimental. En un momento dado, ese gambusino primario puede hacer el trabajo del historiador, sin haber cursado la academia. De hecho, en el transcurrir de la historia, como la hemos aprendido o nos la han enseñado, hallamos siempre que la crónica antecedió a la historia.

Digámonos aquí y ahora: ¿quién fue al que llamamos “padre de la historia” (484-420 aC), sino un cronista que nos heredó la bella narración de las amazonas?; ¿quién fue el primer historiador oficial, Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), llamado también el “cronista de Indias” por el emperador?; y ¿quién fue el primer narrador de la conquista de México, Bernal Díaz del Castillo (1492-1581), sino un simple soldado? Y ellos, hoy día, cronistas reconocidos universalmente, son, querámoslo o no, las fuentes de nuestra historia.

¿Demerita ello al historiador académico, o al que sin serlo se apega a su método y escudriña lo verdadero de lo ficticio? De ninguna manera. Ellos son, aunque venidos a destiempo a poner orden en nuestra memoria, quienes con su ciencia han de enseñarnos donde empieza realmente la historia según la concebimos hoy día, y cuando acaba la fábula para revertirla a literatura de entretenimiento.

CON EL HISTORIADOR apegado a la norma de la investigación y la verificación, hacemos ciencia; y con esta ciencia reafirmamos nuestra identidad sin ambages. Pero, ¿qué fuera del historiador, como el empresario minero, sin el cronista o gambusino que le dan los rumbos de las vetas metalíferas o de la verdad de los hechos?

EL ARCHIVISTA, el que, desde el escondido rincón de la gaveta o la estantería, organiza la documentación que fluye de múltiples generadores, para que el cronista o el historiador busquen la certeza documental de sus dichos, ¿por qué no ha de respetársele como protagonista de la historia y, en ocasiones, ser, también, cronista e historiador? Por una inercia deplorable, tanto el cronista como el historiador, han visto al archivista como el mozo que limpia papeles, sin nunca ponderar que, cuando se busca un documento: un pesado trabajo de inventarios, ordenación, clasificación, depuración y selección, ha sido el antecedente para que el investigador tenga a la mano, casi procesado, el testimonio de sus dichos.  Imaginemos que en el proceso de la historia: cronista, historiador y archivista forman un triángulo, en cuyos vértices aparecen sus afanes, pero siempre enlazados por una línea continua que no se despega; y que envolviendo al triángulo o inmerso en él aparece un círculo que forma el anillo de una cadena interminable de triángulos. Ese círculo es, en última instancia, el ESCRITOR, que sabe explicar en el idioma de sus lectores los procesos de la historia.

Es así, como debemos entender el proceso de la historia, donde si bien cada protagonista aporta lo suyo, ninguno es más que ninguno; sino que todos concurren al mismo objeto: que es hacer la historia, con un valor agregado que es la buena escritura para la mejor comprensión y la mejor lectura. Media entre todos una exigencia que es necesario dilucidar: dícese que para ser un buen historiador, cronista, archivista o escritor se necesita de una buena formación y hoy día de una buena escuela; porque los hay que, como los artistas de vocación, que no necesitaron de escuela instituida para escribir la historia o la crónica.

Tenemos, hoy día, escuelas de historia y de archivística, y en ambas se expiden títulos profesionales; no las hay para cronistas ni escritores, aunque en los segundos, las disciplinas universitarias tienden a suplir esa carencia con estudios en letras y literatura. Pero, a decir verdad, los escritores que han logrado trascender, si no tanto en la historia como en la novela, una mayoría no se forjó en las aulas de letrados.  Lo que importa, en última instancia, es que la vocación y la autodisciplina para la investigación sean los motivadores para dedicarle tiempo y conocimiento al quehacer de la escritura.

Empero, si de la formación académica hemos de hablar, ahí tenemos que enfrentar una realidad que menudo se soslaya. No siempre los planes de estudio están acordes con el mercado del trabajo. Y esto vale por igual a quienes salgan de las aulas y a quienes se hayan formado en la experiencia autodidáctica. Las escuelas de formación académica, por una deformación elitista, han olvidado que afuera de sus aulas hay una sociedad y un mercado apetentes de conocer la historia; pero en comunidades donde la identidad se ha forjado más por la palabra transmitida y no por el documento escrito, el valor de la historia carece de prioridad. Y esta falta de prioridad, demerita el mercado y cicatea los recursos para la investigación y el trabajo de la historia.

Cuéntese de un escritor costumbrista y crítico español, de la primera mitad del siglo XIX, Mariano José de Larra (1809-1837) que ganó fama con el seudónimo de El Pobrecito Hablador; y quien al definir el nivel cultural de la época decía de su pueblo:

En las Batuecas:

La mitad de la gente no lee,

Porque la obra mitad no escribe:

Y la mitad no escribe,

Porque la otra mitad no lee.

Sin embargo, la necesidad existe; pero es una necesidad sentida, no de mercado. Ello se refleja mucho en las instituciones públicas que, hoy por hoy, están demandando información, cuya acumulación, nadie puede negarlo, hace la historia. Es común que las escuelas se pierdan en los conceptos de la historia, en la trayectoria de ésta en la evolución de las civilizaciones; a menudo, se ocupan más los tiempos en el escritorio y en la bibliografía de los autores reconocidos. Poco es lo que se aplica a la dotación de las herramientas para el trabajo de calle, donde la subsistencia apremia a nuestros protagonistas a dedicarse de pleno a su vocación o simplemente, al pasatiempo o la acción esporádica. La mayoría opta por la docencia, dejando de lado lo que la sociedad demanda, aunque no sepa la profundidad ni conozca el costo de ella.

Herramientas indispensables para el trabajo profesional son: la investigación de campo o historia testimonial; la paleografía o lectura de textos antiguos; la archivística u ordenación de documentos; la historiografía concebida como el análisis de las fuentes de los autores; y la elaboración de géneros de expresión literaria, o redacción de textos para la lectura amena de la historia, aunque sea para la elaboración de las tesis recepcionales. Pareciera que ninguna de estas materias se enfoca al mercado del trabajo, particularmente en el entorno donde el egresado académico o el autodidacta quieren ingresar. Está ahí el gran conflicto.

Lo primero que tiene que valorarse es que, en todo mercado de trabajo, hay siempre un empleador y un aspirante a empleado. El que pone las reglas del empleo es quien tiene el recurso para pagar el trabajo, porque es él quien determina lo que requiere que le resuelvan. Lo común es que ello ocurra en las instituciones públicas; pocas son las privadas que se suman a esta relación laboral, al menos en nuestro ámbito cultural. El empleador dice lo que necesita y por ello paga. Si el empleado reúne el perfil de lo que el empleador quiere, de seguro el trabajo se obtiene. Pero si empleador y empleado buscan objetivos diferentes o cada quien a su modo se propone resolver las exigencias del otro, será muy difícil que la relación se conjugue.

En una sociedad como la nuestra, en Sinaloa, para ser específicos, el valor de la historia y la cultura no tienen el mismo nivel del gasto social, político, espectacular, y de los bienes suntuarios. El trabajo cultural e histórico es costoso; pero nadie incluye en sus presupuestos que deba haber partidas para reforzarlo, a menos que ello genere presencia momentánea e inmediata para una posición de alto rendimiento. Por eso, nuestros protagonistas, a sabiendas de que existe la necesidad social de sus aportes, tienen que afinar mucho su imaginación y sus aportes para asegurar un mercado de trabajo.

¿Cuál es la realidad que en nuestro ámbito debemos enfrentar? He aquí algunos ejemplos: n materia de archivos: 17 municipios están demandando un rescate y una valoración documental; en la mayoría los documentos se pierden o se destruyen por desconocimiento o indolencia de sus propios generadores.

--También en archivos: dos obispados con un sinnúmero de parroquias, demandan atención especializada de sus documentos: ahí donde está el registro de las feligresías.

--Numerosas instituciones corporativas, ignoran qué hacer con sus documentos, y también los mandan a los cementerios como archivos muertos. Si no, asómense, por ejemplo, a los organismos cúpulas de los agricultores o patronales.

--En el rescate de la historia: se ha prodigado la invención de los museos comunitarios, donde se resume la muestra del haber patrimonial e histórico de la comunidad. No se cuenta con personal idóneo para su conformación y mantenimiento.

--En cada comunidad, donde la información debe fluir como compromiso de legalidad, faltan los informadores que no sólo sepan informar, sino, también escribir sobre el acontecer histórico.

--En todos los poblados hay una historia viva de los viejos moradores, no escrita, que refuerza, en verdad la memoria colectiva. Hay que rescatarla mediante un proceso de investigación de campo.

--En todos los ámbitos, hacen falta los editores que elaboren proyectos de edición para la publicación histórica, particularmente ahora que la computación le ha restado a las artes gráficas el placer de la edición.

--En las escuelas y bibliotecas, están demandando a los conocedores de los libros y las historias para que le den a aquellas una dinámica encaminada a fomentar la lectura. Se improvisan responsables, aunque no siempre los idóneos; y se ignoran los “software” que mucho facilitan esta tarea.

--En todas las instituciones públicas y privadas, que requieren de permanente presencia en su ámbito social, político, educativo o comercial, se necesitan redactores que, con sentido de la historia, hagan los documentos para la buena imagen de la institución. Escasean, porque no son muchos los que saben escribir.

--En las escuelas de enseñanza en sus diversos niveles, faltan docentes que manejen la historia con la amenidad que los alumnos requieren para su aprendizaje, y no solo con la guía del texto oficial para la memorización.

--En los medios informativos, con motivo de la Ley de Acceso a la Información, hay una carencia permanente de informadores especializados que manejen los temas del día con conocimiento técnico e histórico para su sana divulgación.

--Y dentro de cada una de estas posibilidades de trabajo, hay, también variantes que generan nuevas posibilidades. Lo importante es asumirlas y tener la capacidad para abordarlas.

¿Quiénes son los que van a llamar a los cronistas, historiadores, archivistas o escritores, a cubrir estas plazas? ¡Nadie!; aunque la necesidad exista. He aquí donde nuestros protagonistas deben revalorar sus posiciones y convencerse de que, si hay una necesidad sentida, esa necesidad debe revertirse en una necesidad comprada. Ese es el reto. Aquí, lo que importa es la valoración que cada uno haga para ganarse el mercado. Y hay que decirlo, aunque nos duela: no vale tanto el título, como la experiencia y las ganas de hacerlo. Me viene a la mente una anécdota: Un día llegó a La Crónica de Culiacán un egresado de la Facultad de Historia con licenciatura y maestría; solicitaba “chamba”, pero como tenía el grado de “master”, él iba a poner las condiciones: despacho individual, computadora, secretaria, transporte, horas flexibles y un salario correspondiente a su nivel universitario. No sabía aun lo que iba a hacer; pero esas eran sus condiciones. El puesto que él solicitaba no estaba en el organigrama, ni siquiera en el presupuesto. Obviamente, no logró la “chamba”.

Y como éste, hay un buen número de egresados universitarios que salen al mercado del trabajo sin saber qué hacer. Los desencantos son frecuentes; y los roces entre empleadores y empleados más frecuentes aún.

¿Qué hacer para que ese mercado hipotético se haga realidad? Me atrevo a sugerir cuatro pasos:

--Que nuestro protagonista valore el mercado de trabajo en que ha de moverse y emplearse. Es muy sano que conozca la realidad y sus demandas, y que a ellas se atenga con las posibilidades de empleo que ellos mismos puedan generar.

--Que, a su vocación por la historia, sea por la crónica, la historia o la archivística, la nutra permanentemente con información actualizada sobre el quehacer de sus preferencias, y esté atento al momento en que la circunstancia requiera sus servicios.

--Que se esfuerce en elaborar proyectos viables, en cualquiera de las ramas de su saber, para que las instituciones públicas o privadas puedan aportar recursos al quehacer de la historia en cualquiera de sus manifestaciones.

--Que no desmerezca su afán cotidiano por escribir, investigar, publicar y hacerse presente en todo acto donde su presencia gane imagen y respeto por su participación.

Recientemente, una asociación civil de APOYO AL DESARROLLO DE ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS DE MÉXICO, informó haber invertido diez millones de pesos, durante dos años, en el rescate de 92 archivos y la conservación de documentos en diez acervos de seis estados de la República incluyendo al Distrito Federal.

De parte de su rescate, ha editado un disco compacto que se puede obtener en el Archivo General de la Nación. Para el año próximo tiene proyectado invertir una cantidad considerable en el rescate de los Archivos Municipales de Puebla. Su propósito es “mantener viva la memoria histórica de nuestros pueblos”. Esto nos alienta y niega el ritornelo de que no hay recursos para estas tareas. Sí que los hay: pero hay que buscarlos, extraerlos o convencerlos, como en la analogía citada de la minería: hay que saber dónde están y llamarlos a la materia que nos importa. ¡Que esto no es fácil!; claro que no lo es. Pero, por difícil que sea, lo más lastimoso es sentarse en la banca de la plazuela o a la mesa del café a esperar quien nos llama, porque nadie, nadie, nos llamará, y nos quedaremos siempre quejándonos de que no hay cultura, que al gobierno no le importa la historia, que nadie nos comprende y que con este pueblo de bárbaros que somos los sinaloenses, sólo se acordará de nosotros, fray Andrés Pérez de Ribas, autor de Los TRIUNFOS DE NUESTRA SANTA FE ENTRE LAS TRIBUS MÁS BÁRBARAS Y FIERAS DEL NUEVO ORBE .

Acá, en nuestro ámbito, de la nada se erigió La Crónica de Culiacán, hoy convertida en Instituto. En siete años, el municipio, que no tenía presupuesto alguno, habrá invertido alrededor de ocho millones de pesos para la memoria histórica y el rescate de los archivos.  Allá, a lo grande; acá, a lo pequeño, los recursos pueden fluir si el trabajo que se desempeña lo amerita. ¿Por qué no ha de ocurrir en todos los ámbitos que hemos señalado, con proyectos que convenzan y que tengan solidez en sus planteamientos? Ahí está el mercado de trabajo. Ese es el desafío.

Léenos  en Ibídem Informativo

https://datos.culiacan.gob.mx/index.php/s/LSdGepMb9fL3ABs